Adiós, adiós, adiós.

15 de agosto de 2015

Prólogo

A lo sonoro llega la muerte como un zapato sin pie, como un traje sin hombre llega a golpear con un anillo sin piedra y sin dedo llega a gritar sin boca, sin lengua, sin garganta.
Sólo la muerte - Poemas de Pablo Neruda

Los rituales relacionados a la muerte siempre me han sido ajenos. Las formalidades de vestimenta, los detalles y "obsequios" a dar a la familia del fallecido, el significados de las flores, la utilización de las frases y palabras exactas a las personas indicadas, el lugar que te corresponde en una de las ceremonias más complicadas que tiene el ser humano para decirle adiós a una persona. Tal vez debido a que la muerte siempre ha sido un concepto que, por la juventud que todavía goza mi cuerpo, resulta lejano y distante todo este enrevesado ritual me genera dudas y pesar.

Pese a que sé que mi cerebro es un amante celoso, que me libra del miedo a la finitud, de la presencia de aquella figura exótica llamada muerte que desde mi nacimiento está siempre susurrándome al oído poemas de amor que no hago más que ignorar, estoy consiente de la realidad. Llegará el día en que caiga rendida ante a su figura seductora, su sonrisa de ensueño y sus ojos infinitos. Ella tiene siempre la última palabra y me esperará pacientemente hasta el final de mis días, días en los que aceptaré que es todo lo que necesito y que estoy lista para que toda ella me envuelva y me lleve a ese lugar desconocido del que mucho he oído pero en realidad nada sé.

Las ceremonias funerarias son parte de la vida. Hechos que se presentan en nuestra vida, que nos marcan, que terminan o comienzan capítulos de nuestra historia. Una despedida, un rezo, el eterno recordar en forma de susurro que te dice que no escaparás...

...

Es bastante triste percatarte recién en la muerte de una persona cuánto esta significaba para ti. Cuando mi abuelo, el papá de mi mamá, murió, lloré por semanas enteras. Lloraba antes, cuando lo veía tendido en la cama del hospital luego de la operación cerebral que le extrajo un tumor maligno, uno de los más agresivos que existen y con el cual la medicina no tenía nada que hacer. Lloraba cuando lo veía en la cama de su casa esperando la muerte, desvariando y - tal vez sin ya reconocerme - llamando a su madre a quien veía sentada en la esquina de su habitación esperando por él. Lloraba orando y pidiendo que dejara ya de sufrir, porque ese hombre alto, fuerte, con canas blancas como la nieve y ojos caramelo – esos que siempre se jactaba que se volvían grises azulados cuando la luz del sol le daba – estaba desapareciendo.

Mi abuelo era el sol y yo era un pequeño planeta que giraba a su alrededor, feliz de poder reconfortarme con el calor que irradiaba. Cuando su luz empezó a apagarse el frío llegó sin compasión y cuando su estrella explotó, salí disparada hacia una soledad sin precedente, sombría, infinita y desgarradora. Luego de su muerte pensé en lo doloroso que era amar a alguien a tal extremo de sentir que el mundo ya no era el mismo sin él, el que su partida significara el final de un capítulo en tu vida y la muerte de varias ilusiones que nunca podrían ser. 

De su velorio tengo pocos recuerdos: Las miles de personas que entraban y salían de la gran sala designada para grandes Generales del Ejército que mi tío había logrado reservar gracias a contactos y favores. "Nunca antes había visto a tanta gente llegando a un velorio" - Fueron las palabras de una de sus hermanas. No podría estar más de acuerdo con tales palabras. El cántico de un coro de monjas, amigas de una de mis tías, que no hicieron más que avivar los llantos de todos con hermosas canciones de cuyas letras ni siquiera terminé por procesar debido a mi incesante lamento y amargo llanto. La enorme cantidad de arreglos florales que llegaron durante todo el día y que adornaron esa sala como si se tratara de un enorme jardín, tantos que ya ni entraban en el salón y varios habían terminado adornando los pasadizos donde la gente se encontraba sentada por falta de sitio dentro del salón principal. Pero sobre todo, ese dolor punzante en lo más profundo de mi pecho, el miedo a pasar más días sin él, las lágrimas calientes que surcaban mis mejillas y todo lo que me costó acercarme a su ataúd a verlo por última vez y despedirme de él como Dios manda. 

Con mi abuelo paterno todo fue diferente. Mi padre nunca fue muy apegado a su familia, la cual vivía en provincia, a varios kilómetros de distancia. Las visitas eran bastante esporádicas y habían años en los que ni siquiera los veía. Ellos tenían varios nietos y estaba segura que hasta mi nombre no significaba mucho para ellos. No me crié con ellos, como si lo hice con la familia de mi mamá,  y la triste realidad era que mi abuelo estaba enfermo desde hace tiempos inmemoriales. Tenía Párkinson, su sistema digestivo había colapsado y su terquedad por no dejar su tierra y mudarse con uno de sus hijos a la capital hacía bastante difícil su tratamiento.  Desde hace ya cinco años que venía escuchando de la boca de mi mamá que a mi abuelo le quedaba poco tiempo, que era tal vez el último año que lo veíamos. Y es así que conocí a mi abuelo, enfermo y ante esa constante premisa que ya se iría pronto de este mundo.

La noticia de su partida me llegó como un hecho irremediable. Mientras soñaba con cosas triviales sentí que me daban un beso en la mejilla, y ante la inconformidad con la invasión de mi espacio, mis ojos perezosamente se abrieron. “Tu abuelo Francisco ha muerto hace algunas horas. Alístate, tu papá dice que nos vamos inmediatamente a su velorio” – Las palabras de mi mamá, dichas con la mayor suavidad del mundo tardaron un poco en ser procesadas. Iría finalmente a conocer a mucha de aquella familia que me era extraña y a ver por última vez a aquel hombre con el que había cruzado pocas palabras en mi vida. A ver una partida cercana desde una perspectiva diferente  y a sentirme triste pero una forma totalmente nueva.

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